
Me asomé por la ventanita del baño buscando ese triángulo nublado que me devolviera un rato más a la cama, pero me encontré con un celeste de esos que duele. Me bañé, me afeité, me cambié y, lo confieso, metí un pantalón largo y un buzo en la mochila a modo de amuleto para que ese celeste rajante no se fuera a terminar nunca.
Fui a buscar el pan y las medialunas que me tocaban en suerte como parte de la organización del almuerzo, me subí al auto y arranqué para llegar bien temprano. Siempre es mejor ser uno de los saludados. Recibir besos de a uno siempre es mejor que tener que dar doscientos besos de un saque. Después del quinto beso, uno se convierte en un sello bancario que estampa besos y se pierde todo el calorcito.
El camino natural era agarrar derecho por Superí, Balbín, Panamericana. Pero la mente nos lleva a los lugares que conocemos. Cuando me di cuenta, estaba circulando por Alvarez Thomas rumbo a Galván, recorriendo el camino que me llevaba al Club en el auto de mis viejos y en el auto del viejo del Tano, ya cuando éramos más grandes.
Bajé en Tigre, ahora convertido en una suerte de museo manfloro fashion con brillitos de los noventa, barrios cerrados, banderitas y demases. Crucé el ex – puente rosa y sin saber por qué doblaba, de repente me encontré frente a la puerta del Club, la reja de los suspiros, la puerta de la felicidad. Dejé el auto (creo que había 3 antes que yo) y decidí ir con las manos libres para poder abrazar a todo el mundo. El pan, las medialunas, el aceite de oliva que había llevado para las dos elegidas, la mochila, todo quedaba ahí.
Acá vamos:

Me asomé a Rincón Alegre, miré en los casilleros de la pileta para ver si no me habían cambiado las ojotas de lugar, fui hasta donde estaban los chatones a ver el lugar donde Karen me prestó su pulsera de bronce (el boludo creía que eso era el amor, ¿entienden?, pero ojo, esa no fue la única vez que me equivoqué, dicho sea de paso), busqué esos metros cuadrados de pasto cerca de la biblioteca donde nos encontrábamos con Andrea, entré al vestuario de caballeros para verme al espejo sin la raya al costado y la cabeza empapada, boyé solo (ojo, hay que bancárselo, porque la cabeza viene con uno al boye) y recordé a todos mis compañeros de boye, me senté en el banco de la cancha de handball donde me vaticinaron que sería buen padre, subí y bajé el puente de la Isla de los Robinsones a grandes pasos y balanceando el cuerpo sobre la baranda (un clásico), me acosté en MI banco de la terracita a mirar el cielo, me senté en la mesa del fondo donde mi familia y los Podestá pasaron tantos fines de semana juntos. Cosas, recuerdos, flashbacks.
Sonó el teléfono. Era mi mujer que me preguntaba si estaba emocionado. ¿Cómo lo sabe? ¿Está al lado mío? ¿Los años facilitan la telepatía? “No, boludo, te olvidaste las llaves colgadas en la puerta, ¡pero del lado de afuera!”. Eso sí que es raro. Soy virginiano y obsesivo por naturaleza, pero esta vez me salía del frasco.
Lo que vino después fue una ráfaga de felicidad, niñez, emoción, adolescencia, abrazos y merequetengue… que se pasó en 2 minutos, como la vida. Profesores (¿por qué yo envejecí tan rápido y ellos están igual?), amigos, los “más grandes” que ahora son como uno, los “más chicos” que ahora tienen nuestra altura (nota: todos tienen nuestra altura ahora), todos. Recuerdos, fotos, risas, fotos, abrazos, fotos, aplausos, fotos, gritos, fotos, cánticos, fotos, folklore gasístico, fotos. Más fotos.
2 choripanes, 1 sánguche y medio de lomo, 1 hoja de lechuga de los Bogado y una rodaja de tomate de la mujer embarazada de Guillermo Bogado, 2 medialunas, 1 helado de agua horrible y litros de líquido después, me fui. El camino de vuelta era un caos de autos. Algunas cosas nunca cambian.
Arriba del auto, parado en Santa María, a punto de doblar en Liniers, Annie Lennox me dijo algo: “parece que las cosas son buenas cuando no las tenemos más”. Caramba. La canción se llama “Dark Road” y está en el disco “Songs of Massive Destruction”. Era la banda sonora ideal para ese final de fiesta.
Me guardo todo esto en el corazón. Me guardo la felicidad de este encuentro y la alegría de saber que pertenezco a ese lugar. No quiero fotos. En las fotos todos salimos más gordos, más feos, más bizcos, más chuecos, más nabos, más solos, más tristes, más borrachos. Como diría Martín del Pozo, “lo tengo todo grabado en la retina”.
Los quiero mucho.
Freddy